Confidente

Cerca de un instituto de enseñanza secundaria, en mi barrio, hay un parque en donde no pocos estudiantes adolescentes se quedan sentados haciendo novillos. Tiene la distancia justa y está en un lugar lo suficientemente reservado como para resultar un sitio adecuado desde el que espiar al centro educativo, bien sea para saltarse algunas clases, o para esperar la llegada de compañeros. Hoy eran las diez y cuarto de la mañana y el frío aún se hacía notar. Había llovido durante esta madrugada, y aunque los bancos ya estaban secos no había casi nadie sentado en ellos. Excepto una chica, que con una abultadísima mochila de «Monster high» a su espalda, escuchaba música con un smartphone colocado encima de sus rodillas, sentada al borde de las tablas de madera que formaban el banco.

Todos hemos hecho novillos en algún momento de nuestras vidas. Seguramente cuando se tienen dieciséis o diecisiete años la perspectiva cambia algo, pero cuando empiezas a hacerlos a los once o doce (más o menos cuando se suele empezar) las primeras sensaciones de temor, de estar «rompiendo las reglas», saltándose las normas, no te las quita nadie. Sobre todo si decides «escaparte» a solas y saltarte un par de días de clase «por tu cuenta». En esos momentos la soledad y el miedo se sienten a flor de piel, quisiéramos tener a alguien a nuestro lado, pero hasta nuestra mascota o nuestros familiares más cercanos no están. Es una sensación de soledad que seguramente, en la etapa adulta, experimentemos muchas otras veces y hasta lleguemos a acostumbrarnos. Pero en esas primeras experiencias la sensación que produce en nuestras almas es ciertamente incisiva.

En mi época sólo podíamos contar con un solo compañero en esas situaciones: nuestro reloj. Al igual que ahora el smartphone para esa chica, el reloj era para nosotros el único compañero, el único confidente en el que nos apoyábamos durante toda la mañana hasta poder regresar a casa. Controlábamos el tiempo de entrada y salida del colegio, y nos imaginábamos, según la hora que fuera, qué y dónde estarían nuestros compañeros de clase en ese momento. También comprobábamos un hecho inequívoco: que las mañanas son muy largas, que tienen muchas, muchas horas. Y que cuando uno está solo escapándose de su propia realidad esas horas pasan muy lentamente. El reloj se convertía en nuestro más íntimo aliado, en nuestro más querido y útil compañero, insustituible por momentos. Era nuestro confidente, cuyas funciones de temporizador o cronómetro nos permitían controlar mejor el tiempo de nuestra huida.

Luego todo eso se nos olvidaría, y cuando volvíamos a nuestros lugares de ocio, nuestro rincón del barrio en donde quedábamos con nuestra pandilla, el reloj volvía a ser un instrumento cotidiano más. Ya de mayores ni siquiera eso, y probablemente acabe sus días olvidado en cualquier rincón, despreciado o destrozado.

Pero si, tiempo después, muchos, muchos años después, lo volvemos a encontrar o coincidimos a nuestro paso por alguna tienda o por Internet con el mismo modelo, todos esos recuerdos vuelven a nuestra mente, se agolpan en nuestro cerebro y casi podemos llegar a saborear, a oler, a escuchar, el sonido y aroma de nuestros viejos cuadernos, del parque en primavera, de la playa -o los montes- a los que íbamos en verano con nuestros padres. De las mil y unas vicisitudes que pasamos con él. Y también, cómo no, de nuestras huidas «al margen de la ley», nuestra caótica etapa de adolescentes con ese compañero inseparable en nuestra muñeca. Nuestro confidente.

| Redacción: Zona Casio