Cambiar de reloj como de camisa

Empiezo aclarando que suelo serle fiel a un único modelo de reloj. Un par máximo tal vez, no más. El resto me gustan, los contemplo, me agrada mirarlos como una obra de arte, los cuido, pero no les suelo dar apenas uso. Hay varias razones para ello.

Una es que me gusta acostumbrarme a las pantallas y a moverme entre los diferentes modos del reloj de manera automática, me resulta perturbador encontrarme con una pantalla que no espero. También me gusta ver en mi muñeca un display (o una esfera) que me resulta familiar, conocida y cotidiana. Algo que, obviamente, no puedes disfrutar cuando cambias de reloj cada día.

Pero otro de los aspectos más diferenciadores e importante es que me gusta llenar mi reloj «de vida», de vivencias, de mis experiencias. Que cuando vea las fotos o los vídeos, recuerde dónde estaba con ese reloj, y cuando vea su frontal, vea a un viejo conocido que me ha ido acompañado por tiempos malos y duros, en ratos agradables y dolorosos.

Eso, a mi entender, no lo puedes conseguir cambiando de reloj cada día. Puede que algún modelo te transmita algo, te diga algo sobre ciertos momentos que pasásteis juntos, pero no puede llenarse de ti. No cuenta tu historia, solo un trozo inconexo de la misma. Por eso considero, al menos yo lo entiendo así, que quien elije un reloj como compañero, un modelo en particular, disfruta más de él y de la relojería en general, más que aquel que acaba poniéndose y quitándose uno cada día según le dé el viento.

De hecho, históricamente la relojería siempre fue así: relojes que entablaban esa relación íntima y personal con quienes lo utilizan. Al principio eran los relojes de la comunidad monástica, luego los relojes de campanario, de torres en los ayuntamientos, o de lugares privilegiados en los salones y cocinas de la casa. Mirarlos era como mirar a un familiar más, un miembro más de la comunidad. Porque obviamente el reloj del monasterio extrañamente se sustituyera, y el del ayuntamiento podía llevar siglos allí sin moverse. Era un elemento del paisaje que todos conocían, y que casi saludaban como un amigo cada vez que acudían a consultarlo para saber la hora. Así que cuando los mirabas, mirabas una cara bien conocida.

Cuando pasaron a ser relojes personales, de bolsillo o de muñeca, tu reloj era eso: tuyo. Y eran caros y difíciles de conseguir, había que tratarlos con mimo, así que tu reloj, tu único reloj, acababa formando parte de ti. Era la cara conocida que veías con impaciencia mientras esperabas la llegada del tren a la estación, o el toque de diana anunciando el fin de las clases o del turno de trabajo. Esa misma cara que te anunciaba la llegada de la noche, o te informaba sobre la hora de la comida. La misma que te daba los buenos días al despertar.

La manía, la moda o la «perversión», si se me permite, de cambiar constantemente de reloj, llegó mucho después, con el ferviente consumismo y el capitalismo atroz de estos tiempos que nos azotan. Los relojes dejaron de ser eso, un elemento útil y apreciado, para convertirse en un simple adorno, un objeto de moda. Los chinos, los japoneses, los suizos, los americanos, los unos y los otros lo convirtieron en una baratija tan disponible, que adquirir uno era coser y cantar, ya ni era necesario ahorrar para él, mucho menos cuidarlo: cuando se te paraba, lo tirabas como un ser despreciable o como un objeto inútil.

Así las cosas, la gente se ponía y se quitaba el reloj según le fuera con su humor, no se establecía ese «feeling», ningún vínculo especial con él y, por supuesto, difícilmente se le llenaba de vida, se le contagiaba de nuestras experiencias. Cómo iba a ser así si tal vez al día siguiente aquella cosa inútil podía acabar en el cubo de la basura. Y así, hemos acabado despreciándolo todo, incluyendo al mismo tiempo, convirtiendo todo lo que pase ante nosotros en mero objeto de vil servilismo dependiendo de qué podamos sacar de él o en qué podamos aprovecharnos. Incluso a las personas que nos rodean.

Porque de un buen reloj, como de un buen amigo o de una buena novia o esposa, no cambias. Otra cosa es que para quien lo lleve no sean relojes, sino tan solo meras camisas.